domingo, 15 de febrero de 2015

El miedo, su mejor arma

Un miliciano de Al Qaeda fija un objetivo con su AK-47 soviético | POLITICO (AP)
Recuerdo como si fuese ayer aquella mañana de jueves del 11 de marzo de 2004. Me levanté minutos antes de las ocho de la mañana, debido al barullo sonoro que provenía del salón. Mi familia, pegada a la televisión y el sonido incesante de las sirenas, que se alejaban en dirección a Atocha, hacían prever lo peor. Diez años eran más que suficientes para comprender que lo que estaba viviendo en esos instantes no era algo anecdótico. La conexión telefónica del periodista Vicente Vallés en Informativos Telecinco confirmaba los peores presagios: unas explosiones en un tren de Cercanías, en plena hora punta, se habían cobrado la vida de un gran número de personas a escasos metros de la Estación de Atocha. Las cifras de muertos aumentaban de manera proporcional al número de llamadas que los familiares, tanto de Madrid como de otros enclaves de España, vertían en nuestro teléfono. De todas ellas, una llamada de mi abuela, en la que aseguraba que un tren en la estación de El Pozo, a muy pocos pasos de su casa, acababa de volar por los aires, acompañado de una ensordecedora explosión. Fue en ese preciso instante cuando me percaté de la gravedad de los hechos. Aquellas explosiones no eran fruto de la casualidad. Estaba siendo testigo del mayor atentado terrorista de la historia de España.

Las explosiones de la estación de Santa Eugenia y de la calle Téllez completaban el macabro y cobarde genocidio que vivió Madrid y que, días después, pudo cuantificarse en datos: los muertos ascendieron hasta los 191 y los heridos a 1841. En total, 2032 víctimas inocentes de la sinrazón y la barbarie. El atentado, obra de una célula terrorista de Al Qaeda en Europa, supuso el primer éxito del yihadismo en el Viejo Continente. Tras el brutal golpe a Estados Unidos con los atentados del 11 de septiembre de 2001 (con cerca de 3000 fallecidos y 6000 heridos), nuestro país fue el siguiente objetivo de la yihad por el envío de tropas a Irak y Afganistán. En palabras de su malévolo líder, Osama Bin Laden: "es vuestro castigo por Irak, Afganistán... La manera de devolveros vuestra mercancía". Pero el arma más efectiva de Al Qaeda no fue la dinamita que arrasó decenas de vidas en Atocha y el World Trade Center, no. Su arma más peligrosa y duradera fue la propagación del miedo.

El terror que generaron los atentados fue máximo. La sola presencia de una bolsa de deporte abandonada en las redes de transporte público de cualquier ciudad española sigue creando, 11 años después de aquel infierno, dudas en cada persona que la divise. Y es que el miedo es una reacción humana, sustentada por la psicobiología, que lleva a nuestro cuerpo a un estado de alerta. Sin embargo, es ese estado de alerta el mejor galardón para un genocida. El miedo permanente lleva a los seres humanos a un clima de tensión constante, que les imposibilita disfutar una vida tranquila. Y eso es precisamente lo que han conseguido grupos terroristas como Al Qaeda o, de forma más reciente, ISIS. Atemorizar a millones de occidentales con su discurso del odio. Acongojar a la Comunidad Islámica libre, aquellos que son plenamente conscientes que religión y muerte son incompatibles. Nuestro deber y, por qué no decirlo, nuestra obligación, es arrebatarles de lleno ese placer. Ser firmes ante las atrocidades. No otorgarles nuestro miedo como arma.

Tenemos que hacerlo por los periodistas estadounidenses James Foley, Steven Sotloff y el japonés Kenji Goto, decapitados por el ISIS mientras defendían la libertad de expresión. Por Muaz Kasasbeh, el piloto jordano que participaba en la coalición internacional en Siria para derrocar al ISIS y fue quemado vivo. Por los dibujantes y periodistas del semanario Charlie Hebdo, asesinados a tiros por miembros de Al Qaeda mientras se esforzaban para que el humor permaneciese siempre vivo a través de sus irónicas caricaturas. También por Admed y Clarissa, los policías que fueron abatidos en su intento de detener a los responsables de la masacre del medio satírico galo. Por las 191 personas inocentes que murieron en Madrid, las cerca de 3000 que lo hicieron en Nueva York y las 56 de Londres.  Pero también por las familias de las víctimas. Por todos los héroes anónimos: todos los policías, bomberos, médicos, militares y ciudadanos que respondieron cuando se les necesitó. Por todos ellos, el miedo no es una opción. Quitémosles su mejor arma. Sin el terror, están acabados.
La Guardia Civil detiene a un yihadista en Melilla | Los Tiempos (AFP)